2014 Bilbao. LA PIEL TRANSLÚCIDA: OBRAS DE LA COLECCIÓN IBERDROLA. Bilbao, Torre Iberdrola, 24 marzo - 13 junio
Friso, 1919 (fragmento) |
Selección de textos extraídos del catálogo de la exposición
Javier González de Durana
Comisario de la exposición
La colección
La colección de arte de Iberdrola posee características de singularidad que, además, están ligadas al propio desarrollo histórico de la corporación.
Iberdrola nació como una empresa vasca, radicada en Bilbao, a principios del siglo xx. De aquel momento procede un grupo de pinturas relacionadas con los comienzos de la modernidad artística en el País Vasco, que tuvo su arranque en 1875 con la abolición de gran parte del régimen foral, que condujo a la unificación del mercado español. Son pinturas en las que se observa un gran peso del costumbrismo, así como del espíritu regeneracionista nacido alrededor de la crisis política y social de 1898.
Un segundo grupo de obras arranca a partir de los años cincuenta del siglo xx, momento en el que las empresas que hoy conforman Iberdrola lideraban claramente el mercado nacional. Como consecuencia de ello, la colección se interesa por artistas españoles que buscan renovar los lenguajes plásticos y que adquieren su mayor visibilidad a partir de 1957. El informalismo, el pop art, lo geométrico, lo matérico… adquieren protagonismo en la misma medida en que España se moderniza social y económicamente.
Finalmente, un tercer grupo se conforma a principios del siglo xxi, al tiempo que la compañía se convierte en una corporación global con actuaciones en numerosos lugares del planeta. Esta expansión supone la apertura de la colección a artistas internacionales, con la singularidad de orientarse exclusivamente a la fotografía, del mismo modo que, salvo excepción, las dos secciones anteriores están centradas en la pintura.
Capítulo I: Orígenes de la modernidad en el País Vasco
Aunque hay algunas piezas de años anteriores, se puede decir que este apartado empieza en 1884 con Adolfo Guiard y se cierra en 1929 con José M.ª Ucelay. Entre un año y otro cupieron casi tres generaciones de artistas modernos, y si Guiard trajo de París el lenguaje del impresionismo a España –cuando la generalidad de los pintores acudía al academicismo romano para formarse–, Ucelay supuso la inmersión más genuina en las vanguardias europeas que no participaron en la abstracción.
La generación pionera, la que educó el gusto de una burguesía enriquecida con la minería, la siderurgia y la industria naval, y creyó a pies juntillas en el Ramiro de Maeztu que predicaba que la pujanza económica traería aparejada la apoteosis artística, estuvo integrada por Regoyos, Guinea, Guiard, Losada, Zuloaga e Iturrino. Su impulso noventayochista se vio sostenido por vocaciones a prueba de desalientos y una profunda convicción en las cualidades cívicas de la educación artística.
Sus continuadores sintieron la frustración de no ver cumplidas las esperanzas prometidas a la generación anterior y, así, la segunda oleada de artistas vascos modernos (Maeztu, Larroque, los Arrúe, los Zubiaurre, Tellaeche, Echevarría y Arteta) se vio forzada a lanzar un grito de queja posnoventayochista y un llamamiento a la autoorganización durante los primeros años del siglo xx. Sus más radicales momentos creativos, en todo caso, no fueron más allá del posimpresionismo y una simplificación cubista muy atenuada.
Alberto Arrue, Pareja en el
puerto, ca. 1918
Óleo sobre lienzo, 57,5 x 67,5 cm (Colección IBERDROLA)
De la tercera generación se puede decir que solamente Ucelay está presente en esta selección, pues muy colateralmente entraría dentro de ella Ramiro Arrúe. De aquellos artistas que a partir de 1920 recibieron los influjos del surrealismo, de los metafísicos, del simultaneísmo, de la experimentación soviética…, el testimonio del pintor de Bermeo es espléndido y cubre su época con guiños a Giorgio de Chirico y acentos tomados de Federico García Lorca.
Ramiro Arrue, Paisaje de San Juan de Luz, 1955
Óleo sobre lienzo, 46 x 55 cm (Colección IBERDROLA)
José Arrue
Texto de Javier González de Durana
Friso, 1919
Óleo sobre lienzo, 44 x 1. 638 cm en cinco piezas
El mundo iconográfico de José Arrúe mostró, como el de ningún otro, las fronteras entre el mundo rural y urbano en unos momentos en que ambos se empezaron a permeabilizar con gran fluidez, dando lugar a múltiples trasvases en ambas direcciones. Ello propició visiones de aldeanos sorprendidos por la modernidad de las ciudades industriales y de señoritos motorizados sometidos a las chanzas campesinas, todo ello en clave socarrona e irónica, nunca hiriente o humillante para unos u otros. En cualquier caso, la burla, para quien le tocara sufrirla, era el castigo merecido por su brutalidad o por su arrogancia. El humor de Arrúe es limpio y chispeante, quita acidez a las situaciones y casi siempre sirve para revelar virtudes morales.
Relegado por muchos al nivel de caricaturista simpático, su obra no ha sido aún analizada con el detenimiento que merece. No debe olvidarse que tras la sonrisa provocada por sus escenas se escondía el puño de hierro de El Coitao, aquella revista que en 1908 el propio Arrúe sacó a la luz con tres o cuatro amigos para dar una sonora bofetada en el rostro de la mojigatería local, por medio de un personaje campesino que, trasladado a la ciudad, decía verdades tan rotundas y obvias que anonadaban y dolían.
En este largo friso ejecutado para adornar un salón del Club Náutico de Bilbao, localizado en el primer piso del Teatro Arriaga, se reúnen las principales cualidades de Arrúe, quien lo llevó a cabo en el momento de su mayor proyección personal, en la segunda década del siglo XX.